Abel
Pérez Zamorano
El modo de producción capitalista es un modelo de capacidad
productiva, no superado aún. Empujado por la competencia, el desarrollo
tecnológico evoluciona a velocidad vertiginosa e impulsa la productividad
(cantidad de productos generada en cierto tiempo).
Pero esa capacidad tiene su
punto vulnerable: las relaciones de producción (fundamentalmente los derechos
de propiedad sobre los medios de producción y los correspondientes de apropiación
del producto y las relaciones de mercado) están obrando como frenos en la
economía, lo cual se deja ver en: menor producción, desempleo creciente,
mayor pobreza y reducción del consumo.
El problema es que los industriales por
fuerza necesitan vender para realizar la ganancia, pero, en sentido opuesto, el
capital mismo ha venido empobreciendo a sectores cada vez mayores de la
población: entre más ganancia acumulan unos, más pobres, en número y grado
son otros; pero, como consecuencia, hay menos compradores capaces de comprar.
Se hace realidad así la vieja sentencia de que al capital lo puede frenar, y
colapsar, la falta de mercado.
Debido al empobrecimiento, o a que en los países ricos aun la
población de altos ingresos ha cubierto ya sus necesidades a un alto nivel,
los mercados domésticos se contraen, y son cada día menos capaces de consumir
el creciente cúmulo de productos creados: la producción supera así en muchos
casos la demanda, como en Japón, donde su sociedad tiene solvencia económica,
pero ha satisfecho ya a plenitud sus necesidades, dando lugar a una saturación
del mercado; en otras partes, como en Latinoamérica y África,
sencillamente, la gente no tiene con qué comprar. Como consecuencia, se rompe
el circuito producción-venta-consumo, y su primer componente se frena, dejando
así ociosos cada vez más recursos productivos; por ejemplo, la capacidad
instalada de Estados Unidos y Canadá opera al
78 por ciento. “La capacidad instalada en el mundo para la
fabricación de automóviles asciende a los 100 millones de unidades al año,
mientras que la demanda del mercado es de 75 millones en números redondos.
Este excedente en la capacidad acrecienta la rivalidad entre los principales
competido- res globales” (El Universal, 8 de diciembre de 2011). Brasil opera
al 83 por ciento de su capacidad instalada en la industria (Reuters, 9 de abril
de 2013),y va a la baja.
Y las consecuencias no se dejan esperar en el uso de
la fuerza laboral: según la OIT, hay en el mundo 212 millones de desempleados,
cifra seguramente conservadora.
Y como consecuencia de todo ese desperdicio de
recursos productivos, la economía mundial se ve frenada, con la salvedad de
China, que modifica en mucho las estadísticas globales. Entre 1990 y 2011,
Japón registró en 15 años (no necesariamente consecutivos) tasas de
crecimiento inferiores o iguales a dos por ciento; en cinco de ellos de hecho
decreció, y en otros cinco creció a menos de uno por ciento; en Estados
Unidos, en ocho años el crecimiento fue inferior o igual a dos por ciento (en
tres de ellos decreció); en Alemania, en 14 años fue igual o inferior a dos
por ciento (en tres de ellos negativa); en el Reino Unido, en tres años
decreció y en nueve fue inferior o igual a dos por ciento.
La incapacidad de colocar su excesiva producción en los mercados
domésticos ya saturados, se ha manifestado en los países cúpula en diversas
formas, como la deflación en Japón: freno en la producción y caída en los
precios;
Alemania se ha convertido en una economía fundamentalmente
orientada a las exportaciones: en 1990, éstas representaban el 24.8 por ciento
del PIB, y para 2011, el 50.2 (Banco Mundial, OCDE). Por su parte, Estados
Unidos sigue abriendo mercados a cañonazos, y espacios para invertir sus
capitales excedentes, dejando por el mundo una estela de muerte (en Iraq suman
ya 114 mil civiles muertos).
Los capitales entran necesariamente en colisión
por territorios dónde vender e invertir, y pugnan por arrebatarse zonas de
influencia: el mercado siempre está preñado de guerra. Y aunque comparte las
aventuras guerreras de los Estados Unidos, la Unión Europea lleva una parte
menor del botín, por lo que ha buscado su propia solución: ha expandido su
mercado: de seis países fundado- res a 27 en la actualidad, con un total de
500 millones de habitan- tes, muy superior a la población de los Estados
Unidos. Así ha amplia- do su mercado interno para dar salida, al menos
temporalmente, a su acrecida producción. De todas formas, estos métodos
aplicados para resolver el problema del exceso productivo son sólo
atenuantes de efecto limitado, que tarde o temprano serán inoperantes.
Asfixiada así, para la economía de hoy queda sólo una salida:
quitar los frenos que operan desde las relaciones de producción, de mercado y
de propiedad.
Hay que reconstruir los mercados domésticos en todos los
países, para quitar las amarras a la producción, elevando el ingreso real de
la población, con más empleos, mejores salarios y mecanismos fiscales, como
ha hecho China, que es capaz de consumir su propia producción y depende menos
de las exportaciones. Se equilibrarán así lo creado y lo consumido; la
industria podrá trabajar a toda su capacidad, haciendo posible el pleno
empleo, toda vez que éste no estará restringido por la limitada capacidad de
venta de las empresas, y podrá optimizarse la fuerza de trabajo, empleando a
los millones de personas consideradas hoy como “sobrantes” por el capital. Se
optimizará la capacidad instalada, quizá no usándola al 100 por ciento, sino
en la medida que el consumo lo requiera; no habrá lugar para excesos ni
conflictos por mercados, pues la colocación de toda la producción quedará
garantizada.
Todo ello es posible si se coloca el bienestar social como motivo
central del quehacer económico en lugar de la maximización de la ganancia y
el imperio del mercado. Y si antes estas posibilidades no eran más que una
utopía, hoy, el formidable desarrollo del capital las hace cada vez más
factibles.
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